La caída.


Se cayó por la ventana y tuvo que ser un accidente. Mientras caía le dio tiempo a pensarlo. Él nunca se habría suicidado, amaba a su mujer, la quería, no podría dejarla sola y con esa desgracia de un marido suicida. Además, ¿qué tiene de malo la vida? A él le gustaba vivir, sus amigos decían que era un vividor, ¿cómo iba a suicidarse entonces? No, tuvo que ser un accidente.
Estaba fumando un cigarrillo con la ventana abierta porque a su mujer le molesta el olor y miraba lo lejos que estaba la calle desde allí arriba. Lo de siempre. Había escuchado la voz de ella detrás y de pronto se sintió cayendo al suelo que hace un momento estaba tan lejano. Estaba en pijama y se acababa de dar cuenta de que iba descalzo. Claro, las zapatillas se debieron quedar en casa al salir por la ventana. Ella. ¿Qué había dicho cuando escuchó su voz? Cariño tal vez, qué importaba. ¿Y si fue ella? Pero no, ella siempre lo había querido. ¿O acaso era lo que siempre había dicho? Ella apareció detrás justo antes del accidente. No la vio, pero escuchó su voz justo encima. Pudo ser ella. ¡Tuvo que serlo! Lo había empujado y ahora la estupefacción le produjo una terrible sacudida. A lo mejor tiene un amante. Esas cosas son así, en el cine pasa. Eso que siempre se veía en sus ojos puede que fuera amor, pero quién dice que no era el amor que años atrás le profesaba, o mejor dicho, su recuerdo. Últimamente siempre se quejaba de esto y aquello.
Desde allí en el aire veía borroso el dibujo de las baldosas del suelo. Aquel es el coche de Juan, ese tarado. ¿Y el gato?, ¿no pudo ser que al pisarlo resbalara? No, el gato hacía rato que no se veía, seguro que si miraba debajo del sofá de la sala lo encontraba allí dormido. Madre mía, pero si ni siquiera había acabado de leer la novela de Auster que tanto le estaba gustando. Qué hija de puta, cómo lo había tenido engañado. Fue ella, claro, ahora todo empezaba a estar mucho más iluminado. Ya entendía que aquello no fue un cariño, sino un cabrón. Ya estaba seguro que lo de sus ojos no era amor, era pena. Se apostaría la vida a que llevaba meses preparándolo. Apostarse la vida, qué mierda de chiste. Hacía años que ya no lo amaba, desde la última pelea en el teatro. Ni siquiera lo soportaba. ¿O acaso no tenían baños separados? Seguro que para no aguantar su olor a loción de hombre y sus tardanzas de estreñido. ¿Y qué carajo enterrarán cuando su cuerpo quede despanzurrado en mitad de la calle? ¿Qué van a decir sus amistades?
La mataría su pudiera, pero ya no podrá nunca, obvio. Y ahora qué. ¿Aquello era el fin? Joder, qué muerte más patética. Qué hija de mil puta, ni una muerte decente le ha dejado. El tabaco te va a matar, le decía, y ahora sabía que era una amenaza. Él que la mantuvo tantos años. ¡Si hasta soportó a la suegra viviendo en casa! La vieja lo odiaba, bueno, a él y a todo el mundo. ¡Claro, la suegra! Esa vieja puta haría del testigo necesario para que su hija pudiera parecer inocente, quién se iba a enterar de que lo había matado. A ojos del mundo sería un accidente contado por dos mujeres desoladas.
Mierda, necesitaba una calada, ¿y su tabaco? El cigarrillo seguía pegado a su mano derecha, pero claro, ya no estaba encendido y no llegaba a encender otro. Lo último que le dio lugar a pensar fue que debió dejarlo hace tiempo.

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