Sweet Home Buenos Aires


Buenos Aires me mata y de verdad casi me mata
pero sin avisar me abandonó la muerte
y era la segunda mujer que me abandonaba.

Tirado en la cama de un hotel barato de Congreso
en la calle de un sagrado General que no me acuerdo,
a penas sí comí nada que fuera comida o digestivo
mientras esperaba que alguna de las dos
me quisiera o viniera o me llamara.
Pero fue evidente que por mí no vino nadie
y por fin me tuve que cansar de vivir abandonado:
cuando mi borrachera de rigor se fue pasando
hice dos maletas de las de tirar la toalla,
me despedí del Obelisco y Alejandro (un monumento y un amigo)
y a mi casa me volví sin un centavo,
vivo y sin amor, bastante defraudado y sin cojones,
estrenando una remera de dios que era Charly García y sigue siendo
y con diez o quince quilos menos.

Fueron tiempos duros, no te haces una idea,
quiero decir que hasta el ventilador del techo me acosaba,
pero pudriéndome a chorros sobreviví a aquella ciudad
(Sweet Home Buenos Aires) resucitándome en el día tercero
que duró unos siete meses bien aproximados
de los que lo que más recuerdo es que casi no recuerdo nada.
Recuerdo que la vida me supo a whisky y a marlboro
y que no pude escribir mientras duró la estancia,
recuerdo que al volver vi las selvas de Brasil por la ventana
y que en la pared del baño de un restorán leí una vez
que no hay mejor sitio en el mundo que Argentina
para jugar al desamor o al sálvese quien pueda.

Chau.

La caída.


Se cayó por la ventana y tuvo que ser un accidente. Mientras caía le dio tiempo a pensarlo. Él nunca se habría suicidado, amaba a su mujer, la quería, no podría dejarla sola y con esa desgracia de un marido suicida. Además, ¿qué tiene de malo la vida? A él le gustaba vivir, sus amigos decían que era un vividor, ¿cómo iba a suicidarse entonces? No, tuvo que ser un accidente.
Estaba fumando un cigarrillo con la ventana abierta porque a su mujer le molesta el olor y miraba lo lejos que estaba la calle desde allí arriba. Lo de siempre. Había escuchado la voz de ella detrás y de pronto se sintió cayendo al suelo que hace un momento estaba tan lejano. Estaba en pijama y se acababa de dar cuenta de que iba descalzo. Claro, las zapatillas se debieron quedar en casa al salir por la ventana. Ella. ¿Qué había dicho cuando escuchó su voz? Cariño tal vez, qué importaba. ¿Y si fue ella? Pero no, ella siempre lo había querido. ¿O acaso era lo que siempre había dicho? Ella apareció detrás justo antes del accidente. No la vio, pero escuchó su voz justo encima. Pudo ser ella. ¡Tuvo que serlo! Lo había empujado y ahora la estupefacción le produjo una terrible sacudida. A lo mejor tiene un amante. Esas cosas son así, en el cine pasa. Eso que siempre se veía en sus ojos puede que fuera amor, pero quién dice que no era el amor que años atrás le profesaba, o mejor dicho, su recuerdo. Últimamente siempre se quejaba de esto y aquello.
Desde allí en el aire veía borroso el dibujo de las baldosas del suelo. Aquel es el coche de Juan, ese tarado. ¿Y el gato?, ¿no pudo ser que al pisarlo resbalara? No, el gato hacía rato que no se veía, seguro que si miraba debajo del sofá de la sala lo encontraba allí dormido. Madre mía, pero si ni siquiera había acabado de leer la novela de Auster que tanto le estaba gustando. Qué hija de puta, cómo lo había tenido engañado. Fue ella, claro, ahora todo empezaba a estar mucho más iluminado. Ya entendía que aquello no fue un cariño, sino un cabrón. Ya estaba seguro que lo de sus ojos no era amor, era pena. Se apostaría la vida a que llevaba meses preparándolo. Apostarse la vida, qué mierda de chiste. Hacía años que ya no lo amaba, desde la última pelea en el teatro. Ni siquiera lo soportaba. ¿O acaso no tenían baños separados? Seguro que para no aguantar su olor a loción de hombre y sus tardanzas de estreñido. ¿Y qué carajo enterrarán cuando su cuerpo quede despanzurrado en mitad de la calle? ¿Qué van a decir sus amistades?
La mataría su pudiera, pero ya no podrá nunca, obvio. Y ahora qué. ¿Aquello era el fin? Joder, qué muerte más patética. Qué hija de mil puta, ni una muerte decente le ha dejado. El tabaco te va a matar, le decía, y ahora sabía que era una amenaza. Él que la mantuvo tantos años. ¡Si hasta soportó a la suegra viviendo en casa! La vieja lo odiaba, bueno, a él y a todo el mundo. ¡Claro, la suegra! Esa vieja puta haría del testigo necesario para que su hija pudiera parecer inocente, quién se iba a enterar de que lo había matado. A ojos del mundo sería un accidente contado por dos mujeres desoladas.
Mierda, necesitaba una calada, ¿y su tabaco? El cigarrillo seguía pegado a su mano derecha, pero claro, ya no estaba encendido y no llegaba a encender otro. Lo último que le dio lugar a pensar fue que debió dejarlo hace tiempo.

Muerte poética.


Palabra detrás de otra palabra
el veneno lo hizo consumirse en un poema
internándose despacio por su cuerpo.
Cada tilde, cada esdrújula, cada adjetivo,
y cada verso independiente a la metáfora
iba poco a poco avanzando inexorable
por sus venas hacia el destino más terrible.
A su paso, la letra impresa arrasaba todo lo demás.
Destrozaba tejidos, corroía órganos sanos
y hasta descomponía sus sentimientos.
Sangraban sus ojos, se partían los huesos,
se ulceraba su piel, se canceraban los músculos,
se desprendía el pelo limpiando la epidermis.
Al cabo de aquella lectura intensa y tanto sufrimiento
la ponzoña irremediable del glosario
penetró el corazón abriéndolo como una rosa,
el libro se cayó de unas manos
que no pudieron más sostenerlo
y él se desplomó sobre la alfombra
manchándola con los fluídos y su sangre
tal vez vivo pero mucho más muerto.

Chau.


La canción de desamor de los amigos.


Para sentirse bien después del amor
(que es imposible)
hay que secar al sol las humedades,
barrer la casa de puertas a la calle,
saquear el Bar Deliriums Tremens con amigos,
sacar en procesión la corona de espino,
cambiarse de gafas y de calzoncillos,
romperlo todo, llevarse la vida por delante,
cortarse las venas por lo sano,
mentar la soga en casa del ahorcado,
asesinar al rey de Puerco Rico,
inventarse la mitad lo de que no ha ocurrido,
parir sin epidural la canción de los desesperados,
cortar el bacalao de lo que pudo ser y se ha perdido,
cambiarse de mano en mano los anillos.
Escribir los versos más tristes esta noche
para nada que, frente a sus caderas, sea efectivo,
y sus tetas y sus besos y su olvido
o el recuerdo de todo eso menos de su olvido
porque, pese a todos los esfuerzos,
hacen que nada sirva de consuelo ni de alivio.

Chau.