Cuestión de negocios.


Yo a mi socio lo maté por pura ambición. No sé si me entienden, pero lo que quiero decir es que en lo que respecta a lo personal, jamás tuve nada en su contra.
Se llamaba José Antonio Carmona. Era todo lo que un buen hombre tiene que ser: tenía una buena familia, dos niños y una mujer, y nunca descuidaba su casa. No discutía con su esposa ni cuando era necesario, llevaba a sus hijos al campo dos veces por mes, y siempre tuvo la misma querida.
No me digan a mí que todo eso no es digno de admirar, cincuenta y cinco años felizmente casado y una sola querida durante los últimos quince. Sin desear a ninguna otra. ¿Es digno de admirar o no? Por eso les digo, ¿cómo iba a poder tener nadie algo personal en contra de un tipo como este hasta el punto de querer matarlo? Y menos yo, que era su socio. Diré más, todo el mundo debería ser tan honesto y responsable como él.
¡Y además de responsable, oiga, era una buena persona! Educado, meticuloso y sin salirse nunca del tiesto. Contaba dos chistes por semana y se permitía una copita de anís solo los martes. ¡Si hasta los cigarrillos los tenía contados!
Vamos, que si no hubiera sido mi socio durante tantos años, no habría tenido problemas en hacerlo mi amigo. Pero claro una cosa es una cosa y otra cosa... Que yo no tengo alma de mártir y el nuestro era un buen negocio. Además, tengo por norma no mezclar los negocios con los sentimientos, lo primero es lo primero. Eso sí, eh, no soy ningún monstruo. En ningún momento quise darles un disgusto a todos esos que tanto lo querían. Hice que pareciera un accidente. Podría haberlo matado y que pareciera un robo, no me faltaron ocasiones, pero no quise para ellos la deshonra de que creyeran que le había matado un ratero asqueroso. Sin contar con que no sentirán económicamente su ausencia.
Le compré a la familia su parte del negocio, tienen la pensión de viudez y orfandad y una pequeña fortuna de herencia que no es moco de pavo. ¿Su amante? Su amante tenía cubiertas las espaldas, él ya le había puesto un piso de primera a su nombre y me consta que también unas acciones en bolsa.
 ¿Ven? No soy ningún pesetero, a mí solo me interesaba el negocio y para eso no hay que joderle la vida a nadie. Pero díganme, si no lo hubiera matado yo que era su socio, ¿quién dice que no fuese a llegar cualquier otro a matarlo? ¡Otro que le hubiera vaciado los bolsillos! Por dios, se me revuelven las tripas solo de pensarlo.
Menos mal que aquí estaba yo con todo pensado para no hacer más daño del necesario. Lo maté sin que se diera prácticamente cuenta, lo respeté hasta el último momento, no dejé ni un cabo suelto y ahora me dedico a hacer prosperar nuestro negocio sin faltar a su memoria. ¡Ni siquiera he cambiado el nombre de la empresa! Cuando alguien me pregunta por él, dejo aflorar una sincera congoja por su ausencia, y llamo una vez por semana a su casa para ver si todo funciona. ¡Hasta le mandé una tarjeta de pésame a la querida!
¡Morirse así tiene que ser un gusto! ¿No desearían para ustedes lo mismo si estuvieran en sus desgraciadas circunstancias? Si él hubiera sido el ambicioso y yo hubiera estado en su lugar, me habría gustado que hiciera todo tal como yo lo hice. Sin malos sentimientos, con todo previsto, de forma respetuosa y ordenada, casi con amor. Aunque claro, para su desgracia, no soy tan estúpido.
Por eso me sentí en paz después de su entierro. Y esa paz proviene de una sensación de deber cumplido. Ojalá estuvera aquí para ver todo lo que he hecho por él.

Disculpen, me he emocionado.

El casamiento de Desbaratado Martínez.

Desbaratado Martínez era ya un viejo sin amigos ni edad de merecer cuando se casó con la señora Macarena, una madamme entrada en carnes y maquillada en exceso que tenía una risa escandalosa y le hacía descuentos carnales a los clientes viejos y a los zagalones que iban de primera vez a perder el virgo.
La casa de putas se llamaba Fonda Doña Macarena Montijo y además de los servicios propios del negocio, daba cobijo a algún que otro muerto de hambre y mantenía un económico y excelente servicio de café y guisos que se servían en la cocina privada de la señora Macarena a cualquier hora que se necesira satisfacer las tripas de un cliente agotado por la jodienda.


Fue en la mesa larga de esa misma cocina alicatada hasta media altura con lozas azules y de muebles caoba, donde le pidió matrimonio mientras se tomaban el café de por la mañana. Ella le respondió un sí muy natural después de una carcajada: -ya era hora de que entrara un hombre por esa puerta. Y al sonar él la moneda rutinaria del café contra el platito de porcelana de la taza, siguió: -te guardas eso, coño, que si ahora estamos prometidos ya no te va a hacer más falta el dinero en esta casa, que aquí todas somos putas, pero cada una sabe ser decente a su manera.