La generación espontánea del huevo tercero y sus viajes astrales en el más p'allá.


Cuando alguien me contó alguna vez aquella historia del tercer huevo por generación espontánea, me pareció inverosímil a la par que espeluznante en un principio. Luego fue dando detalles y la teoría cogió una fuerza y un magnetismo irresistibles. Era evidente que aquel tipo debía tener algo extraño y portentoso dentro de la bragueta, y aun habiéndome querido enseñar el prodigioso fenómeno escrotal, la mezcla de repulsión, estupor y pudor por la que me vi sobrepasado, no me dejaron adentrarme en la aventura. Él contaba que los viajes astrales al más p'allá siempre dejan secuelas, daños físicos colaterales, y ese, su exceso de virilidad, fue el precio que tuvo que pagar por sentir el terrible y excitante vértigo suicida de salir del propio cuerpo y viajar más allá del tiempo y la humanidad que, siempre bajo su punto de vista, es una masa de carne imbécil incapaz siquiera de acordarse de tirar de la cadena después de cagar.
El tricojonio célebre se decía un experto en aquellos viajes incorpóreos y aseguraba haber mantenido largas charlas con seres antropofágicos de otros planetas (seres verdes y de largas extremidades) y genios muertos como Edgar Allan Poe por ejemplo. Eso sin contar un sin fin de criaturas, ectoplasmas, entes y fantasmas completamente anónimos e irrelevantes.
Al cambiar de tema y preguntarle por su vida sexual después de la mutación, dijo sentir un gran apetito carnal, que las putas le cobraban un importante tanto por ciento más, que su producción de esperma era desmesuradamente mayor, que tenía no sé cuántos hijos que habían heredado la belleza de la madre y los cojones del padre y otros tantos hijos ilegítimos o bastardos (hijos de padre natural en suma) que nadie sabía a quién carajo se parecían, pero que tenían cada uno tres testículos como tres soles, y por último, que las patadas en la entrepierna dolían el triple o más (dependiendo de la escala).
No obstante, él no consideraba insalvable su condición extraordinaria, sino que, al contrario, el fatalismo con que lo contaba denotaba lo muy orgulloso que estaba de su vida fantástica como poco. Deberían haber estado allí y escuchado todos aquellos detalles irreproducibles a posteriori, para entender que aquello que contaba no era una mentira fruto de los delirios de un borracho con sus muchas películas de ciencia ficción o Serie B que había visto durante su larga vida de soltero a la espalda, sino que eran las veraces y exactas aventuras de un tipo lúcido y especial, tocado por una energía inaudita e inmaculada. Un tipo que había descubierto cómo traspasar las fronteras de lo habitual y cotidiano, además de las de la ciencia y la religión, para embarcarse en lo que él llamaba, sus travesías astrales en el metro del alma, definición algo cursi pero totalmente respetable.
Quizás me tomen por un loco al verme creer en la historia de aquel desconocido inaudito que descargó su corazón en una conversación de bar a las tantas de la madrugada de hace algún tiempo, pero yo puedo jurarles que los únicos locos son ustedes por dejar pasar la oportunidad de aprender de esta historia y viajar también a otros mundos, otras épocas y otras civilizaciones. Yo ahora tengo dos ojetes.

Chau.