Noticias de rabiosa actualidad.

En la Casa de Campo de Madrid
no solo hay putas
y mierdas de perro:
han encontrado un delfín
semienterrado
muerto de hace un año.

Igual que mi caso:
en mi cama 
no solo hay putas (de eso carezco)
y mierdas variadas;
han encontrado un artista
semienterrado
muerto de hace años,

pero eso ya pasaba
antes de conocerla
(a la noticia).

Se avecinan malos tiempos.

Se avecinan malos tiempos
(otra vez),
a mi puerta han llegado ya
y traspasado las jambas
del corazón
y el sentimiento, 
hace días que conviven conmigo, 
se acuestan en mi cama
desordenada y sucia
conmigo 
y mi aliento etílico, 
con mis lágrimas y mis ganas de vomitar
la malograda felicidad
sobre dios y su corte.

Yo me creí en algún momento
que nunca más iban a volver, 
pobre de mí.
Lo que no se cuida como se debe
se pierde, 
se pierde en el tiempo
y en la distancia, 
abandona el corazón
la dicha
y solo deja vinagre, espinas, 
sosa cáustica, veneno,
disentería.

La belleza me abandona, amigos míos, 
y deja paso a la soledad
-que nunca se alejó demasiado-
al llanto, a la desdicha,
al desatino.
A las noches frías sobre la almohada,
al olor a establo y aguarrás.

Cómo voy a trabajar
si ya no me quedan manos más
para agarrar el pincel y mi alma,

el talento.

Carta del yo desesperado para mí mismo.

A veces miro una película y se me olvida que existo, la vida se hace soportable por una hora y media y puedo respirar tranquilo.
Esta trampa para engañarme ya la aprendí malas temporadas pasadas que no creí jamás que iban a volver con tanta fuerza. Porque la depresión no se cura nunca, pero duerme largo tiempo para, luego, arremeter con la misma fuerza (eso lo sé ahora) e incluso más despiadada si esto es posible. O tal vez sea que los algodones del tiempo y el olvido amortiguan la verdad y le engañan a uno también en eso.
Vuelvo a no poder dormir de un tirón toda la noche, las pesadillas y el desvelo se encargan de que eso nunca ocurra. Sueño que se va con otro, sueño que no tengo cara, sueño que estoy despierto fuera de mi cuerpo.
Incluso cuando caigo inconsciente en mi cama, regalo con trampa que me concede el alcohol, me desvelo a las cinco de la mañana para no poder volver a conciliar el sueño hasta bien entrado el medio día. El alcohol me deja también respirar durante unas horas, pero el precio que me hace pagarle es caro: la muerte a largo plazo y la resaca monumental a corto.
Cuando no estoy dormido ni borracho, ni veo una película, mi mente me atormenta y no me deja respirar siquiera, se me corta el cuerpo y tengo ganas de vomitar. Dicen que esos momentos que parece que he comido cemento en polvo y el mundo me aplasta las costillas, se llaman ataques de ansiedad. Sálvese quien pueda.

Respecto a ella siento un dolor insoportable que me hace muy difícil levantarme de la cama.
Siento haberle fallado pese a todas las circunstancias y excusas que uso para justificarme en los numerosos juicios que están todavía pendientes de sentencia. La vida no es así. La vida es de otra manera.
La verdad es ésta:
Ella es mi regalo inmerecido y que encima no he sabido valorar todo el tiempo.
En los momentos, los meses, más duros de su corta vida, que no obstante es improbable que sean superados por otras circunstancias venideras, yo no he sabido estar con ella.
Yo me perdí en mi mente y en mis dramas personales, que aun siendo relativos en tamaño e importancia (todo lo es dependiendo de la comparativa), a mí se me antojaron un muro de piedra que no pude escalar y que no me dejó ver a nadie en meses, ni siquiera a ella que es mi sol.
Sufrió entonces mi indiferencia, que yo en aquel momento no creí que lo fuera, pero que ella la sintió como tal y como tal ha debido de ser entonces. No le dije qué bonito es tu trabajo, estoy tan orgulloso, qué preciosa estás esta tarde (y aunque no me vaya a servir para nada, juro por dios que así lo sentí), ni le cogí la mano para que no andará con su dolor, sola.
Cuando ella me dice a la cara todo esto, yo lo niego, lo niego porque me parece imperdonable. Imperdonable para mí que no sé cómo perdonármelo, e imperdonable para ella como es evidente.
Y lo niego todo porque lo único que quiero es que lo consiga y me perdone.
Necesito que me perdone porque creo de verdad que podemos hacerlo mejor. Necesito que me perdone porque no quiero vivir sin ella. Sin lo mejor que me ha pasado en la vida. Ella, que me ha amado de una forma incondicional y tajante, con una fuerza que ya dije en un poema, no veía yo propia de humanos, tal vez de ángeles. Sin su olor y su risa, sin sus bromas inocentes o el burlarse de mí. Sin su cuerpo. Sin sus besos.
No es ya que no pueda vivir sin ella, que no puedo, sino que no quiero. No quiero pintar nada que no sea para sus ojos. Ni andar por la calle si no está.
Cuando yo por fin he encontrado mis sentimientos renovados y con más fuerza, con una fuerza que hacía mucho tiempo que no tenían, ella ha perdido los suyos de tanto esperarme en este mal momento.

Porque soy idiota la mayor parte del tiempo y sobre todo, la parte del tiempo que es más fundamental. Por eso estoy desesperado y no sé cómo perdonarme ni que ella me perdone.

Anuncio por palabras.

Se ofrece hombre de edad temprana para la vejez de espíritu,
con quiebros mentales y equilibrios, 
exquisito gusto por la belleza,
buen carajo semi usado, cadera estática rumbera,
bigote y gafas que le caricaturizan las facciones,
notables pero aislados episodios de melancolía y depresión suicida, 
buen orador, buen amigo, 
borracho y fumador desvivido, 
poeta, buen amante o fingidor excelente, 
desvinculado de toda raza y condición o convicción de patria, 
generoso por necesidad, mentiroso por vocación, 
artista por deleite y sufrimiento; 
para largas veladas etílicas con nocturnidad y alevosía, 
fabricación casera de cócteles molotov 
o lo que surja. 

Descomposición y podredumbre.


Lo noto, 
me estoy descomponiendo de a poco.
Aunque supongo que la cosa no es nueva,
sino que viene de largo
(yo empecé a morirme hace mucho tiempo,
hace más de veinte años),
pero ahora tal vez el asunto es más acusado
o huele peor, porque muy a mi pesar,
ya llegó el verano.

Me observo a veces
desde lejos para no espantarme, y está claro:
no me llamo Lázaro
y estoy pudriéndome a chorros.
Como un cadáver bajo dos centímetros de tierra
que aflora en el agosto andaluz seco y malo
a la superficie, 
hinchado
por los vapores internos de la podredumbre y
listo para festín de bichos,
gusanos en ingentes cantidades
y otras alimañas carroñeras.
Ayer mismo salió arrastrando las antenas
una cucharacha gorda y plenamente feliz
de debajo de mi cuerpo
que me miró con los ojos vidriosos
de quien mira el infinito
y me dio las gracias con desgana y educada.
Por no hacer mención
del enjambre de moscas enarboladas
que se me meten bajo los párpados
y no me dejan ver absolutamente nada.

Pero era evidente que esto iba a pasarme
más tarde que temprano
(a mi pesar uno no se muere nunca cuando quiere),
porque yo, que la vida se me antoja
invivible, cuesta arriba, insoportable,
siempre he sido pasto del arte o de la muerte
o de las pajas 
o de las lágrimas.