Carta del yo desesperado para mí mismo.

A veces miro una película y se me olvida que existo, la vida se hace soportable por una hora y media y puedo respirar tranquilo.
Esta trampa para engañarme ya la aprendí malas temporadas pasadas que no creí jamás que iban a volver con tanta fuerza. Porque la depresión no se cura nunca, pero duerme largo tiempo para, luego, arremeter con la misma fuerza (eso lo sé ahora) e incluso más despiadada si esto es posible. O tal vez sea que los algodones del tiempo y el olvido amortiguan la verdad y le engañan a uno también en eso.
Vuelvo a no poder dormir de un tirón toda la noche, las pesadillas y el desvelo se encargan de que eso nunca ocurra. Sueño que se va con otro, sueño que no tengo cara, sueño que estoy despierto fuera de mi cuerpo.
Incluso cuando caigo inconsciente en mi cama, regalo con trampa que me concede el alcohol, me desvelo a las cinco de la mañana para no poder volver a conciliar el sueño hasta bien entrado el medio día. El alcohol me deja también respirar durante unas horas, pero el precio que me hace pagarle es caro: la muerte a largo plazo y la resaca monumental a corto.
Cuando no estoy dormido ni borracho, ni veo una película, mi mente me atormenta y no me deja respirar siquiera, se me corta el cuerpo y tengo ganas de vomitar. Dicen que esos momentos que parece que he comido cemento en polvo y el mundo me aplasta las costillas, se llaman ataques de ansiedad. Sálvese quien pueda.

Respecto a ella siento un dolor insoportable que me hace muy difícil levantarme de la cama.
Siento haberle fallado pese a todas las circunstancias y excusas que uso para justificarme en los numerosos juicios que están todavía pendientes de sentencia. La vida no es así. La vida es de otra manera.
La verdad es ésta:
Ella es mi regalo inmerecido y que encima no he sabido valorar todo el tiempo.
En los momentos, los meses, más duros de su corta vida, que no obstante es improbable que sean superados por otras circunstancias venideras, yo no he sabido estar con ella.
Yo me perdí en mi mente y en mis dramas personales, que aun siendo relativos en tamaño e importancia (todo lo es dependiendo de la comparativa), a mí se me antojaron un muro de piedra que no pude escalar y que no me dejó ver a nadie en meses, ni siquiera a ella que es mi sol.
Sufrió entonces mi indiferencia, que yo en aquel momento no creí que lo fuera, pero que ella la sintió como tal y como tal ha debido de ser entonces. No le dije qué bonito es tu trabajo, estoy tan orgulloso, qué preciosa estás esta tarde (y aunque no me vaya a servir para nada, juro por dios que así lo sentí), ni le cogí la mano para que no andará con su dolor, sola.
Cuando ella me dice a la cara todo esto, yo lo niego, lo niego porque me parece imperdonable. Imperdonable para mí que no sé cómo perdonármelo, e imperdonable para ella como es evidente.
Y lo niego todo porque lo único que quiero es que lo consiga y me perdone.
Necesito que me perdone porque creo de verdad que podemos hacerlo mejor. Necesito que me perdone porque no quiero vivir sin ella. Sin lo mejor que me ha pasado en la vida. Ella, que me ha amado de una forma incondicional y tajante, con una fuerza que ya dije en un poema, no veía yo propia de humanos, tal vez de ángeles. Sin su olor y su risa, sin sus bromas inocentes o el burlarse de mí. Sin su cuerpo. Sin sus besos.
No es ya que no pueda vivir sin ella, que no puedo, sino que no quiero. No quiero pintar nada que no sea para sus ojos. Ni andar por la calle si no está.
Cuando yo por fin he encontrado mis sentimientos renovados y con más fuerza, con una fuerza que hacía mucho tiempo que no tenían, ella ha perdido los suyos de tanto esperarme en este mal momento.

Porque soy idiota la mayor parte del tiempo y sobre todo, la parte del tiempo que es más fundamental. Por eso estoy desesperado y no sé cómo perdonarme ni que ella me perdone.

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