Desbaratado Martínez era ya un viejo sin amigos ni edad de merecer
cuando se casó con la señora Macarena, una madamme entrada en carnes y
maquillada en exceso que tenía una risa escandalosa y le hacía descuentos carnales
a los clientes viejos y a los zagalones que iban de primera vez a perder el
virgo.
La casa de putas se llamaba Fonda Doña Macarena Montijo y además de los
servicios propios del negocio, daba cobijo a algún que otro muerto de hambre y
mantenía un económico y excelente servicio de café y guisos que se servían en
la cocina privada de la señora Macarena a cualquier hora que se necesira
satisfacer las tripas de un cliente agotado por la jodienda.
Fue en la mesa larga de esa misma cocina alicatada hasta media altura
con lozas azules y de muebles caoba, donde le pidió matrimonio mientras se
tomaban el café de por la mañana. Ella le respondió un sí muy natural después
de una carcajada: -ya era hora de que entrara un hombre por esa puerta. Y al
sonar él la moneda rutinaria del café contra el platito de porcelana de la
taza, siguió: -te guardas eso, coño, que si ahora estamos prometidos ya no te
va a hacer más falta el dinero en esta casa, que aquí todas somos putas, pero
cada una sabe ser decente a su manera.
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