Pequeña historia carente de título.

Inlustración de Pablo Galeote.
A las tres de la tarde vino una chica. Con aquel bochorno no se podía estar en la calle.
Se sentó en mi mejor sillón con familiaridad, cruzando las piernas desnudas, como si tuviese algo que decir. Con una espléndida sonrisa colgada en su carita de loza, como esos carteles de “ocupado” que se colocan en los pomos, y cubierta apenas con un delicado vestido amarillo claro, estampado y corto, que le caía suelto sobre las formas. Y bueno, aquel tenue olor cítrico que emanaba de su ondulada melena también. Estaba como un tren de cercanías. 
Abrí las ventanas para que no reparase en lo decrépito de la habitación y de mi vida.
Ya creí que no venías, le dije. Un pestañeo exiguo fue toda la respuesta. Miraba todo como divertida, sin acordarse de mi presencia. Me pidió agua con unas gotitas de limón casi sin despegar los labios. Luego de beber un sorbo me propuso viajar con ella.
Yo que nunca he viajado, al menos prométeme que no volvemos.

Chau.

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